Momentos culminantes

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El viento, en vez de aullar al enredar sus cabellos en las ramas, les susurraba algo urgente y sigiloso como una consigna, y las ramas se abrían asombradas dejándole paso. Las ovejas, acarradas en el redil, se apretujaban inquietas, con un temblor que por primera vez no era de miedo. Y hasta la misma nieve sentía un entrañable escozor que le venía de muy adentro y que trasmanaba de ella como un caliente vaho animal. Era como si la noche entera, conteniendo la respiración, se hubiera puesto a pensar intensamente para que la nueva madrugada tuviera una nueva idea.








MAYERHOFER.- ¡Tú..., beocio! ¡Aquí! ¿Has oído, carroña vil? Una de esas melodías que ha tocado Schubert está compuesta sobre un poema mío. ¿Te atreverás ahora a negarme un jarro de cerveza?

FRITZ.- ¿Cómo voy yo a negarle nada, señor Mayerhofer? ¡Un poeta que honra mi casa!

MAYERHOFER.- ¡Eh...!

FRITZ.- Pero, ¿por qué cerveza? ¿No prefiere vino?

MAYERHOFER.- ¡Eh...!

FRITZ.- ¡Qué menos, una noche tan gloriosa! ¿Quiere también cenar algo?

MAYERHOFER.- (Impresionado.) ¿Sería capaz?

FRITZ.- Todo lo que guste. Mi bodega y mi despensa están a sus órdenes. (Es demasiado. Mayerhofer se pasa una mano por la frente; sacude su melena de león. Llama.)

MAYERHOFER.- ¡Pablo! ¡Spaun!...! (Acuden y se colocan junto a él, cada uno a un lado. Les pasa las manos sobre los hombros.) Amigos míos... ¿quién soy yo?

SPAUN.- ¡Juan Mayerhofer!

KENNER.- ¡Poeta y ciudadano libre!

MAYERHOFER.- Está bien... gracias. ¿Has oído quién soy? Pues bien, responde ahora: tú tienes unas empanadas de queso de Baviera, que me han tentado siempre...

FRITZ.- Y un jamón de Silesa, legítimo...

KENNER.- (Sobresaltado, a Mayerhofer.) ¿Ha dicho jamón?

MAYERHOFER.- (Solemne) ¡Pablo! Si la memoria no me es infiel, el jamón es una especie de carne curada, que desciende del cerdo.

KENNER.- Recuerdo haber oído esa teoría.

MAYERHOFER.- (Con una ternura franciscana.) Fritz... hermano Fritz: ¿si yo te pidiera una empanada de esas...?

FRITZ.- ¿Una sola? ¡Grétel! Queso de Baviera, vino del Rhin y una fuente de jamón para tres. ¡Excelencias...! (Saluda con una reverencia y vuelve a su mostrador silbando. Los tres amigos se miran en silencio.)

KENNER.- ¿No nos querrá envenenar?

MAYERHOFER.- He ahí un burgués redimido. ¡Sublime poder del arte!

GRÉTEL.- (Pasando una bandeja.) ¡El jamón! (Se sientan a una mesa, y beben y engullen alegremente.)








DOCTOR.- Desengaños de amor, 8. Pelagra, 2. Vidas sin rumbo, 4. Catástrofe económica..., cocaína... ¿No tenemos ningún caso nuevo?

HANS.- El joven que llegó anoche. Está paseando por el parque de los sauces, hablando a solas.

DOCTOR.- ¿Diagnóstico?

HANS.- Dudoso. Problema de amor. Parece de esos curiosos de la muerte que tienen miedo cuando la ven de cerca.

DOCTOR.- ¿Ha hablado usted con él?

HANS.- Yo sí, pero no me ha contestado. Sólo quiere estar solo.

DOCTOR.- ¿Decidido?

HANS.- No creo: muy pálido, temblándole las manos. Al dejarle en el jardín he roto detrás de él una rama seca, y se volvió sobresaltado, con cara de espanto.

DOCTOR.- Miedo nervioso. Muy bien; entonces no hay peligro todavía. ¿Su ficha?

HANS.- Aquí está.

DOCTOR. (Leyendo.)- "Sin nombre. Empleado de banca. Veinticinco años. Sueldo, doscientas cincuenta pesetas. Desengaño de amor. Tiene un libro de poemas inédito". Ah, un romántico; no creo que sea peligroso. De todos modos, vigílelo sin que él se dé cuenta. Y avise a los violines: que toquen algo de Chopin en el bosque al caer la tarde. Eso le hará bien. ¿Ha vuelto a ver a la señora del pabellón verde?

HANS.- ¿La Dama Triste? Está en el jardín de Werther.

DOCTOR.- ¿Vigilada?

HANS.- ¿Para qué? La he venido observando estos días; ha visitado todas nuestras instalaciones: el lago de los ahogados, el bosque de las suspensiones, la sala de gas perfumado... Todo le parece excelente en principio, pero no acaba de decidirse por nada. Sólo le gusta llorar.








"Aquí tienes 50.000 ducados de oro, vete a la corte, cómprame a estos hombres y vuelve". En la lista había nombres demasiado ilustres; algunos en la misma sala del trono. ¿Con cuánta dignidad ofendida iría a tropezar? Pues no: contra todos mis temores, el primer visitado aceptó sin vacilar. Y el segundo. Y el tercero. Solamente hay que discutir un poco a la hora del precio: unos prefieren joyas y sedas; otros títulos y prebendas; otros dinero directamente. Las tarifas no varían gran cosa. ¿Queréis saber exactamente lo que vale hoy un consejero de la Corona? Una cadena de oro y dos piezas de gorguerán. ¿Queréis saber lo que vale un secretario de Estado y un gentilhombre de Cámara y hasta un favorito del Rey? Al principio sólo sentí la satisfacción de la misión cumplida: políticamente era un negocio redondo. Después empecé a sentir vergüenza por ellos. Finalmente angustia. A cada nueva puerta que llamaba me decía en voz baja: Señor, haz que este -¡este por lo menos!- diga que no. Pero inútilmente. Mi señor tenía razón, y la lista ya está completa. ¿Comprendéis ahora quiénes forman contra mí esa conjura de resentidos? Son todos los que se han quedado fuera del reparto. Lo que no me perdonan es que no los haya comprado; porque todos, todos se venden como mujeres y a veces hasta más baratos. Miento. Solamente a una mujer la vi tirar sobre esa mesa un doblón de oro y salir bajo la lluvia con la cabeza alta. Era una prostituta.